El oficio de oír llover

Algo raro está pasando con el hablar, el oír, el escuchar y el decir, pensé (tan raro que me llevará dos domingos intentar mirarlo). Había grabado las noticias para verlas más tarde, así que pude rebobinar y comprobar que no me había engañado. Es un ejemplo entre mil; me fijé en este. El nuevo portavoz del Gobierno, señor Zaplana, casi se estrenaba en el cargo y daba una rueda de prensa. Era el día en que Sharon había ordenado desahuciar a Arafat, y centenares de palestinos habían empezado a concentrarse junto a la chabola de éste, para arroparlo. A Zaplana se le preguntó por la postura del Gobierno al respecto, y respondió lo que sigue, tal cual: "Bien, el Gobierno, lo que piensa en ejtos momentos, ej que la situación requiere, medidas que contribuyan a disminuir la tensión, ¿no?, y no a incrementarla". Y aún tuvo el valor de apostillar: "Y con eso yo creo, puej que le digo, de forma más o menos clara, cuál ej la posición del Gobierno en ejtos momentos, ¿no?" (Si me permito reproducir la atrocidad fonética es porque no se debía a acento de región alguna -ninguno es mejor que otro y todos son respetables-, sino a una mala dicción injustificable en quien tiene estudios y es Ministro.)

Habría allí una veintena de periodistas, y ninguno fue capaz de intervenir y decirle: "Pues no, no nos la ha dicho, ni más clara ni menos clara. En realidad no ha dicho nada de nada. Lo que usted ha soltado es el vacío más absoluto, y lo único claro es, por tanto, que el Gobierno no tendrá ni puta idea hasta que Colin Powell le dé unas órdenes a su esclava libre. La verdad es que no sé ni para qué le preguntamos". Sí, algo muy raro pasa para que un portavoz y Ministro responda como un merluzo y ninguno de los presentes le insista ni le proteste. Hasta los que daban la noticia -no TVE, sino la CNN+, cada día más en Babia- se tragaron esa contestación como si fuera algo normal, o como si la hubiera habido: "Eduardo Zaplana ha explicado...", se limitaron a anunciar. ¿Cómo que ha explicado? No daba crédito, y pensé que algo ocurría. No me bastaba saber que los políticos hablan casi siempre en hueco, ni que la mayoría de los periodistas los oyen como quien oye llover, hartos de que aquéllos formulen tan sólo sandeces, vacuidades y desfachateces. No, pensé, algo más grave y general sucede con el hablar para que a este portavoz flamante se le tolere semejante respuesta y nadie rechiste en la sala ni se escandalice luego en las redacciones.

Quizá responda a algo más hondo: a la ya larga costumbre, desarrollada por el grueso de la población, de no escuchar casi nunca nada a nadie; y eso obedece a su vez a que cada día es más la gente que habla y habla sin parar; de manera compulsiva, enfermiza, sobre todo por teléfono. O que más bien emite sonido con apariencia de sentido, pero sin interés ni contenido real alguno. Nunca se exagerará lo bastante el daño que los teléfonos móviles han infligido al hablar y al pensar: Hasta hace unos pocos años, había ratos del día en que la gente iba en silencio y más o menos pensando en sus cosas- Si bien se mira, no eran escasos. Se iba callado en el metro, en el autobús y en muchos taxis, y desde luego al caminar por la calle; podía no articularse palabra durante trayectos de tren enteros, en los aeropuertos, en las estaciones, en el bar o en el restaurante si estaba uno solo en ellos; en los toros, en el fútbol, en el cine y en el teatro y de noche en las discotecas; mientras se hacía cola en el banco o en el mercado, mientras se iba de compras; cuando se estaba en el cuarto de baño y cuando se trabajaba. A poco que uno haga recuento, verá de cuantísimas ocasiones disponíamos para pensar en lo nuestro o en las musarañas, que es una de las modalidades más fértiles de pensamiento. O para no hablar, simplemente. Y además, cuando se hablaba en persona -evito el tiempo presente porque ya no es así, a menudo-, había pausas, vacilaciones, lentitud a veces, comentarios aislados y hasta breves cavilaciones. El teléfono no permite nada de eso. Si alguien hace una pausa con un auricular al oído, su interlocutor no tardará dos segundo en regañarlo, "Oye, ¿estás ahí? ¿Se ha cortado? ¿Que no me has oído lo que te he dicho?" La función inicial del teléfono era, en efecto, la de utilizarlo para decir algo: dar una información o un recado, hacer una pregunta o consulta, establecer una cita o avisar de lo más urgente. No cabía en la cabeza descolgar el aparato y marcar para no llenar el tiempo de la comunicación de cabo a rabo, y llenarlo además lo más posible y con prisa, ya que cada minuto nos era cobrado caro. Es más, lo que imponía y marcaba el fin de la comunicación era que lo que hubiera de decirse se hubiera ya dicho. No tenía el menor sentido prolongarla, ni buscar cosas superfluas para llenar un tiempo y pagar un dinero de los que en realidad carecíamos.


(Continuará)

LA ZONA FANTASMA
El País Semanal
28 deseptiembre, 2003
por Javier Mar’as